Un dosel de espesas nubes sin color impedía que la mañana
arrancase brillos al panorama monocromado. Avanzaba somnolienta por un camino
pespunteado de ramas sin hojas, repasado a diario. Me detuve ante una G
mayúscula y enorme, que se inclinaba sobre el resto de letras que componía el
nombre de aquel tráiler que impedía mi paso. Allí parada, la gran G hipnótica
absorbía mi atención y se balanceaba, adelante y atrás, impresa en el faldón
trasero de goma del que pendía. El coloso luchaba por salir del estacionamiento
nocturno, con maniobras precisas, desperezándose en grandes bocanadas de humo
gris que exhalaba en cada quejido. Comenzó la marcha en lenta procesión y, en
su avanzar, pequeñas y marchitas hojas que habían sucumbido al otoño y, con
nocturnidad, habían ido posándose en el techo del armatoste, eran barridas por
el aire y se precipitaban rendidas dibujando espirales e inundando el camino
por el que yo discurría. Y mi alma de poeta desplego las alas y se lanzó al
aire y pajareó entre las hojas desmayadas y revoloteó jovial mientras yo,
ataviada con mi coche blanco, avanzaba como una novia hacia el altar sobre una
alfombra vegetal inesperada.
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