martes, 6 de agosto de 2013

DOS DE GANGSTERS


La vida de aquella rubia platino valía menos que la laca de uñas con la que pintaba a diario sus fracasos, pero pasar al lado oscuro de la vida es muy fácil cuando has crecido en la selva de la calle, tus sueños huelen a puchero y has pasado la mitad de tus días pensando con los pies fríos. Aún así, ante sus compañeras derrochaba arrogancia y desprecio al ritmo del swing de sus caderas, sabiendo que su escote era capaz de derretir las carteras de la mitad de los peces gordos que nadaban por aquella ciudad inmunda.

Dando por perdido cualquier atisbo de honestidad, humildad y escrúpulo, acostumbrarse a aquella vida no le había supuesto sacrificio alguno desde que la seda inundaba los cajones de su ropa interior, olía a perfume y la acompañaba algún que otro galán apuesto, que no caballero, que rellenaba su copa con el mejor champagne francés a cambio de procurarle placeres y reírle las gracias.

Mientras desplegaba sus medias de cristal en sus largas piernas pensaba en el tipo duro que había sido su cliente asiduo durante las dos últimas semanas. Desconocía su nombre, pero poco la importaba; la colmaba de caprichos y atenciones que la transportaban hacia la niñez consentida que nunca había tenido. Apenas le restaban ilusión las dosis extra de maquillaje que hubo de aplicar en algunas partes de su cuerpo desde hacía unos días. Las ventajas superaban con creces los inconvenientes y cierta porción de cinismo le permitía el comportamiento altivo que la satisfacía plenamente. ¿A quien le importaba dejarse llevar, no hacer preguntas y mantener siempre la sonrisa si colgar de su brazo la convertía en toda una señora?.

En la puerta, unos golpes secos de fuertes nudillos casi le hicieron perder la trayectoria de sus labios con el carmín, pero sabía que era él. Aún soplaban por las rendijas de su pensamiento las palabras que le susurró al oído la noche anterior: “Te recogeré a las 8. Arréglate tanto que me cueste reconocerte. Mañana será tu noche, nena”.

Tomó su bolso de mano y, con habilidad, colocó su escote en un segundo frente al espejo. De puntillas, sobre sus tacones rojos charol, voló hacia la puerta. Los gorilas de ambos lados de su galán no inmutaron el gesto bajo su sombrero cuando, en vez de un “hola muñeca” y el habitual beso apasionado mientras sus manazas volvían a descomponer lo que colocó frente al espejo, se encontró, sin mediar palabra, con que un revés hacía saltar por los aires sus ilusiones, un puñado de lágrimas y un hilillo de sangre que creció al tatuarse en la blanca pared.

Luces, aplausos. Felicitaciones del director. Un soplo de alivio se le escapó después de repetir en cinco ocasiones aquella escena, su escena, la que le consagraría por fin como actriz. Mañana estrenaban y los nervios le habían jugado una mala pasada en el ensayo general. Ahora sí, las mariposas del estómago habían levantado el vuelo y, sin más, la habían abandonado. Ahora estaba preparada.

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